Volví a subir sobre las 6 y algo de la mañana a lo más alto
de la colmena en la que vivo. Los vecinos soñaron con mis zapateos aquella
noche. Llevaba conmigo una caja sin abrir de cereales de chocolate, de esos
redondos que tanto me gustan para pasar el rato. Los puedes hacer rodar,
hacer caer, conducirlos cuesta abajo por desafiantes y atrevidos caminos… Aquella
mañana se los podía chutar. Mi objetivo era robar pelotas, salvar balones y avanzar imparable hacia el área… Aquella
caja de cartón me convirtió en un futbolista de primerísima división.
Yo era el único jugador activo del equipo local en toda la
cancha. Me sobraba: era imparable. Sorteando cables y regateando antenas mientras avanzaba como un perro desembocado por el campo, y cuando llegaba al área y encajaba una de las pequeñas bolitas en la gigante portería,
el público desde sus ventanas y balcones enloquecía gritando mi nombre y
aplaudiendo mis regates y demás florituras futbolísticas. Mis pies bailaban como querían el charlestón. Nunca, en mi vida
había jugado así.
Una a una fui colando cada una de las bolas en todas las
porterías que improvisaba a mi paso. En cada rincón, una bola de chocolate. Estaba
cegado, obsesionado, sólo veía huecos vacíos. Mi frenético juego no tenía
límite, tampoco tenía fondo aquella caja de cereales. Cada vez chutaba más fuerte y con mala hostia las infladas bolitas de trigo, cada vez corría más rápido entre los jugadores
del equipo contrario, casi ni se me veía. Y golazo tras golazo, la calle se fue
inundando de dulce granizo chocolateado.
******
Se acababa el segundo tiempo. Ganábamos por goleada, ciento
y tantos a cero, pero nuestras ganas de ganar eran desproporcionadas y
desenfrenadas. No teníamos ningún sentido de la deportividad ni conocíamos la
victoria digna. No nos daba ninguna pena el perdedor. Ni una pizquita de
lástima. Era ganar por derrotar. Éramos los nuevos e imparables bersekers del balón.
Sólo la última bola podía poner en duda nuestra victoria
plena. Todo o nada. Ganar o perder. Siempre la última bola es la más difícil de encajar con el último
segundo pisándote los talones. Arriesgué mi vida por meter aquella bola en la
lejana portería, lo juro. Corrí hasta el último centímetro de tejado y chuté
con una fuerza sobrehumana la bola, que fue volando y cayendo a la calle
ganando velocidad hasta convertirse en un imperceptible puntito casi imaginario.
Cuando íbamos a dar la bola por perdida, dos segundos antes
de perder el juicio, justo
un segundo antes de de que sonara el silbato se escuchó una voz que venía desde la
calle, cuatro pisos más abajo… ‘¡Guarros
de mierda! ¡Hijos de puta!¡Qué asco de barrio!’...Me asomé al vacío con el corazón en un puño para
ver de dónde venía aquella voz…
…y goooool!! Genial remate de cabeza y consecuente golazo a nuestro favor de mi nuevo
compañero perfecto! Qué oportuno, qué cabezazo más técnico! Sólo un calvo podría sentir el liviano caer de un cereal en
su liso, liso coco!
El fútbol ni me gusta...
...ni me conviene.
(Parra)